La otra toma de la Embajada
0El Frente Popular 31 de enero ocupó la embajada de Brasil el 12 de mayo de 1982. Hubo tensión, negociaciones y diálogo, pero no muertos. ¿Acaso una lección aprendida por lo ocurrido en enero de 1980 en la sede diplomática de España? Tampoco hubo muertos en la toma de la embajada de Suiza en septiembre de 1978. Todas las tomas fueron coordinadas por las mismas organizaciones. Según la Embajada estadounidense, las fuerzas nacionales de seguridad no contaban con planes para estas situaciones: actuaban “según cada caso”.
Por Rodrigo Véliz
Fuente: Nómada
Antonio Carlos Abren Silva no llevaba ni una hora en su oficina cuando escuchó que alguien tocaba fuerte a su puerta. Había dicho a su secretaria que no quería interrupciones. Era miércoles, casi medio día, y aún no había podido comenzar a trabajar a buen ritmo.
Al abrirse la puerta y ver las personas que ingresaban, Abren Silva, embajador de Brasil en Guatemala, pasó de la molestia a una sorpresa jocosa. ¿Era una broma? Bastó que el representante del Frente Popular 31 de enero (FP-31), que cubría su rostro con una pañoleta blanca con una estrella roja y las siglas del Comité de Unidad Campesina (CUC), le dijera que su embajada había sido tomada para que pasara de la sorpresa a un agudo miedo. Abren Silva recordó lo que había ocurrido hace dos años, el 31 de enero de 1980, en una toma similar. Un pésimo presagio.
El embajador siguió las órdenes de los ocupantes y logró comunicarse con el presidente de su país, el militar Jŏao Figueiredo, antiguo jefe del Servicio Secreto brasileño y último presidente castrense del Brasil. Figueiredo se encontraba en una visita oficial a su par, Ronald Reagan, en Estados Unidos.
Las instrucciones que dio fueron dos, una para su embajador y otra para la embajada estadounidense en Guatemala. A Abren le dijo que guardara la calma y que se comunicara con la Junta Militar, presidida por Efraín Ríos Montt, en lo inmediato. Sobre la embajada norteamericana le dijo lo mismo que diría horas después en rueda de prensa: les rogaba actuar para solucionar el problema sin derramamiento de sangre.
La siguiente llamada fue al Ministerio de Gobernación, en ese momento a cargo de Héctor Maldonado Schaad, el segundo triunviro de una Junta que llegó por el golpe de Estado que jóvenes militares dieron a Romero Lucas García, que estaba a días de ceder el mando presidencial. La siguiente llamada de Maldonado Schaad fue en línea directa a la dirección de la Policía Nacional (PN).
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Al Comando de Operaciones Especiales (COE) de la Policía Nacional llegó pasada las 11.30 de la mañana una noticia de una patrulla policial: personas de una oficina llamaron para dar noticia de unas mantas que salían del quinto piso del edificio Octes, sobre la 5ª. avenida en la zona 9, cerca del Bulevar Liberación. Una comunicación minutos después con el director de la PN, el coronel de caballería Hernán Ponce Nitsch, confirmó lo que parecía. La embajada de Brasil estaba tomada.
Quince minutos después, Francisco Cifuentes Cang, comandante al frente del COE, se encontraba frente al edificio Octes. Allí se veían tres mantas rojas que colgaban del último piso. Con letras rojas una de ellas leía: «El ejército de la Junta Militar sigue masacrando a nuestras comunidades». Contenido similar se leía en los comunicados que se balanceaban en el aire y caían por montones al suelo.
Las órdenes a sus subordinados, consensuadas previamente por las autoridades militares, fueron contundentes: realicen un acordonamiento del área para que nadie pueda pasar, ocupen y desalojen los edificios que están a la par, e ingresen. No pasen del cuarto piso y no hablen con la prensa.
El vocero de la toma estaba en la ventana cuando vio el despliegue de las fuerzas de seguridad, compuestas por miembros de la PN y del ejército. Se apresuró a traer a su principal rehén, el embajador Abren Silva, le habló al oído y le dio el altoparlante: «Es una toma pacífica. No entren a la embajada, si no se tomarán medidas en contra de los diplomáticos. El ejército debe retirarse del área», pudieron escuchar los reporteros de El Gráfico. Nadie hizo caso al embajador. Allí se disparó la tensión.
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En una casa de Santa Cruz del Quiché se encontraba toda la familia Hernández. La reunión era urgente. El padre de la familia había tomado una decisión trascendental: participaría en la toma de una embajada para denunciar las primeras masacres del Altiplano en territorio kaqchikel y k’iche’.
De la acción se esperaban tres escenarios. Que saliera al exilio de manera indefinida, que fuera secuestrado por las fuerzas de seguridad o que muriera en la toma, la opción esperada luego de lo que pasó en la Embajada de España, donde su organización también había participado. Un panorama sombrío. La reunión fue para darse una despedida familiar. Era domingo 9 de mayo y al día siguiente debía viajar clandestino a la ciudad para encontrarse con las otras 12 personas que habían tomado la misma decisión.
Él era el coordinador de la toma. Una decisión difícil de asumir, pero que había hecho en memoria de su amigo y compañero de lucha, Matías López Calvo, ex coordinador del CUC y muerto en la embajada donde las llamas hicieron cenizas la vida de 37 personas.
«Para nosotros los continuos golpes de Estado era una reafirmación de la política contrainsurgente», dice Domingo Hernández Ixcoy, coordinador de la toma de la Embajada de Brasil. Lo dice en su oficina, que se encuentra en Chimaltenango, en la salida hacia San Martín Jilotepeque, donde hace 32 años se realizó una de las masacres que inauguró un ciclo que no iría a parar hasta terminar con cualquier potencial base de las guerrillas. Una masacre que hace 32 años buscaron denunciar con la toma.
«Efraín Ríos Montt y la Junta Militar habían demostrado su beligerancia en sus dos meses de gobierno. Le habían declarado la guerra a la gente. Habían pasado de la represión en la ciudad a las masacres en el campo. Lo que queríamos hacer era una acción contundente que rompiera el cerco de desinformación que montó la Junta. Queríamos que se supiera en el exterior lo que acá estaba pasando», cuenta Hernández Ixcoy.
La preparación para la toma duró tres meses. En ese tiempo se decidió quiénes serían los que harían la acción, en dónde sería y recabaron la información necesaria para conocer a cabalidad el área donde se iba a realizar. La Embajada de Brasil ofrecía condiciones óptimas: era un país grande e influyente que vivía una controlada transición, su sede estaba custodiada por un solo oficial de la PN, y estaba rodeada de edificios en una parte concurrida de la ciudad.
Esto era muy importante. Elegir un lugar alejado y vacío era firmar su sentencia de muerte. Lo que sabían era que la noche, según esta lógica, sería su peor enemigo. Así fue.
Alrededor de las 19:00 la mayoría de los periodistas y curiosos observadores comenzaron a retirarse. Para entonces el edificio no contaba con agua, luz ni comunicación con el exterior. Estaban aislados. Eso fue el inicio de la parte sicológica del enfrentamiento.
«A eso de las 11 de la noche comenzaron a llegar más tropas», recuerda Domingo Hernández. Según documentos del COE, al menos 30 de sus elementos salieron para la embajada de Brasil a esa hora, además de los que ya estaban allí. A las tropas se sumaron tres helicópteros que soltaban costales de arena en la terraza del edificio para simular la llegada de soldados, y la voz amenazante de un militar que les exigía rendirse sino querían que sucediera de nuevo lo que pasó dos años antes.
El pánico llenó la sala en que todos, rehenes y ocupantes, estaban reunidos. El militar comenzó una cuenta regresiva de 20 minutos. Los murmullos se hacían cada vez más fuertes, los lamentos y las dudas comenzaron. Se escuchaba movimiento en los pisos de abajo. El militar continuaba sus amenazas y los helicópteros soltando costales de arena. Alguien rompió en llanto y otros siguieron sin control su ejemplo. El embajador estaba fuera de sí, e incluso algunos de los militantes del FP-31 de enero lloraban sin consolación. Un minuto.
En medio de tal tensión, el vocero de la toma agarró el altoparlante y gritó a las autoridades: «Sólo muertos nos podrán sacar de aquí». Una torrentada de adrenalina se apoderó de todos.
Tratando con los suizos y Lucas García
En 1986 la Conferencia Internacional del Trabajo firmó el Convenio sobre el Asbesto. La medida buscó presionar para que cesara la producción industrial de ese mineral, una fuerte causa de cáncer de pulmón. Cinco años después, un ex presidente del Banco Mundial, Lawrence Summers, sugirió que la producción de las industrias tóxicas fuera trasladada al tercer mundo.
En el tercer mundo, en Guatemala en específico, la producción de asbesto para láminas era una cosa común desde hacía décadas. Tan común que una fábrica suiza, a fines de la década de 1970, tenía una subsidiaria en el país, Duralita, S.A., que producía láminas a base de asbesto de forma masiva para su venta en toda Centroamérica. Eran los años de la industrialización regional.
Duralita tenía también otras costumbres: cuando llegaba a una tasa alta de sindicalización, decidía cerrar la fábrica, abrirla de nuevo con otro nombre, en la misma localidad y con las mismas máquinas, pero con otros trabajadores. Y el sindicato de Duralita había hecho todo lo posible para frenar algo que estaba sancionado por el Código de Trabajo, pero que en el gobierno de Lucas García no era penado.
Ya habían probado con cartas, plantones, incluso con ocupar la fábrica, y no habían logrado nada. Ni un paso firme. Entonces decidieron tomar la embajada suiza.
Entre 50 y 60 trabajadores de Duralita, con pañoletas blancas y lentes oscuros, se presentaron el viernes 29 de septiembre de 1978 en el 5º. nivel del Edificio Seguros Universales, en la 4a calle 7-73 de la zona 9. Exigían la reinstalación de 112 trabajadores y el fin de la represión antisindical de la fábrica y del gobierno.
Eran fechas de auge de las movilizaciones callejeras. Días después serían los enfrentamientos que buscaron frenar el aumento al pasaje, que había subido en un 100%, de cinco a diez céntimos. Los sindicalistas confiaban en la medida.
“Todo depende de la situación”
Si se le compara con la Quema de la Embajada de España, el resultado de la toma suiza fue casi perfecto. El gobierno accedió a negociar con los trabajadores y envió a su ministro de Trabajo. Incluso ofreció las instalaciones del Palacio Nacional para llegar a acuerdos. En una entrevista posterior, el embajador suizo, Yvis Berthand, se mostró tranquilo y elogió el trato de los ocupantes, que al enterarse que cumplía años pasaron a celebrarlo con cantos.
El fin de la toma de Brasil no sería tan colorida. Al amanecer del segundo día, las negociaciones continuaron por 14 horas más. A las ocho de la noche lograron que la Junta Militar accediera a enviarles el bus que pidieron con sólo el conductor para llevarlos al aeropuerto.
Por seguridad, luego que un grupo de extrema derecha hiciera un comunicado radial afirmando que asesinaría a cada uno de los participantes de la toma, y ya que México había aceptado darles asilo, un fuerte contingente militar acompañó al bus con dirección al avión que los sacaría al exilio.
Allí los esperaban militares de las Fuerzas Aéreas. Luego de una breve conferencia pasaron a realizar una reunión en el avión que los llevaría a Mérida, México, con Efraín Ríos Montt. Les ofreció seguridad para quedarse, y ya que se negaron, les dio una suma de dinero para sus gastos afuera.
Habían logrado su objetivo: al siguiente día el New York Times y el Chicago Tribunes contaron la noticia y precisaron lo importante: en Guatemala había rumores que la Junta Militar estaba realizando masacres en el altiplano maya.
Ríos Montt estaba presionado en ese momento. Un día antes de la toma había muerto a manos del ejército el director del Programa de las Naciones Unidas y un grupo de senadores norteamericanos visitaba el país para revisar la situación de los derechos humanos. Debía controlar la situación. Por eso el desenlace, cuya decisión final él tomó.
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En un informe del embajador norteamericano a la Secretaría del Departamento de Estado, fechado para diciembre de 1982, le comunica de la situación del gobierno en caso una toma de la embajada norteamericana. Relata el papel preponderante que tenía la parte operativa de la G-2, inteligencia militar, y de los comandos especiales de la PN.
Afirmó que tras platicar con varios oficiales de inteligencia se dio cuenta que no había entrenamiento o armas especializadas, que estas estructuras actuaban según se daba la situación, y que sus miembros se escogían de voluntarios internos. Para el embajador, esta volatilidad daba demasiada cabida a lo arbitrario.
Por eso las soluciones tan diferentes en tres tomas de embajadas ocurridas en menos de cinco años.
Cuando preguntó a uno de los oficiales qué harían si la embajada norteamericana, en ese año resguardada por 30 agentes de la PN, fuera tomada por asalto, el oficial confirmó: «Toda acción dependerá de la situación».